miércoles, 8 de octubre de 2014

Deseo Ser Un Cordero

Una vez, no hace mucho tiempo, había un niño pequeño, que vivía con su familia en un pequeño pueblo, no
muy distinto a los otros pueblos, no muy lejos de cualquier lugar. La familia no tenía mucho dinero. El padre era albañil, la madre se ocupaba de las labores domésticas y era una gran cocinera. Todos los hijos tenían tareas asignadas: nuestro héroe era el pastor de la familia.
Todas las mañanas llevaba a las ovejas hasta los campos. Las veía pastar, se aseguraba de que no se alejaban y las protegía de los zorros, lobos y hienas indeseables. Las ovejas apreciaban al niño, así que no se apartaban mucho de él. Su trabajo se convirtió en una tarea fácil que le dejaba tiempo para jugar. Al principio jugaba con palos y piedras; formó un cuadro a base de ramas y construyó un corral, con piedrecitas como sí fueran ovejas. Pero luego los corderitos se acercaron al falso corral, para llamar su atención. Así que dejó de jugar con piedras y palos y se convirtió en un cordero más: saltaba con ellos, se revolcaba como ellos y fingía mascar los arbustos silvestres de lavanda. Era uno más del rebaño. 
Aquella noche al volver a casa pensó que se había divertido tanto jugando que desearía ser un cordero. Antes de acostarse oyó que sus padres discutían por temas de dinero. 
- Tenemos bocas que alimentar -se quejaba la madre- ¿Como vamos a conseguir comida para todos? 
- Tenemos las ovejas -la tranquilizo el padre- Tenemos un poco de dinero. Yo trabajo. Sobreviviremos. Hemos sobrevivido durante generaciones. 
Pero siguieron discutiendo, y el chico no pudo conciliar el sueño. 
Al día siguiente él y los corderos volvieron a jugar con las ovejas como únicos testigos. El chico y los corderitos corrieron, retozaron y chocaron unos con otros. Volvió a casa muy contento, pero al abrir la puerta, ansioso por contarles a sus padres lo mucho que había disfrutado ese día, los encontró discutiendo de nuevo. 
- ¿Cómo has podido prometer algo así? -preguntaba la madre-. No tenemos suficiente comida para nuestros hijos, ¿y quieres dar un banquete? ¿Es que no tienes cabeza? ¿No comprendes lo grave de nuestra situación? 
- ¿Cómo te atreves? -grito el padre a la madre- Estamos hablando del bey. Es un honor. Su presencia bendecirá esta casa. No comprendo cómo puedes pensar que no lo quieres en la casa. La mayoría de la gente moriría por disfrutar de una oportunidad igual. 
- ¿Qué ha hecho el bey por mi familia? -susurro la madre. 
El padre le propinó una bofetada. El niño corrió a su cuarto. 
Antes de dormirse, nuestro héroe rezó. Deseó ser un cordero y poder pasarse el día sin mas preocupaciones que corretear por los pastos. Deseó ser él quien les proporcionara esa felicidad. Al día siguiente despertó en el corral de las ovejas. Miró a su alrededor y vio a todos sus amigos, los demás corderos, y se sintió feliz por hallarse con ellos, por ser finalmente un cordero más. Balaban con alegría. Todos brincaban. 
El padre y la madre salieron juntos de la casa y se encaminaron hacia el corral. 
- Peligro, peligro -dijo la oveja de más edad-. Los malvados se acercan. 
- No, no -dijo el chico-. Miradme. Miradme.
- Este -dijo la madre-. Hace mucho ruido
- Parece tierno y jugoso -añadió el padre. Puso el lazo al rededor de la cabeza del niño y lo sacó del corral. 
- ¡Pobre cordero! -dijo la mas vieja de las ovejas mientras todas veían como se lo llevaban. 
- Papá, papá -decía el corderito-. Ahora soy un cordero. ¿No te parece un milagro? 
Y su padre cogió el cuchillo y le rajó la garganta. 
Y el corderito vio cómo brotaba su propia sangre. 
Y el padre le cortó la cabeza. 
Y el padre le colgó de los tobillos para que se desangrara. 
Y la madre empezó a despellejarlo con sus propias manos. Levantaba un pedacito de piel y golpeaba entre piel y cuerpo, levantaba, golpeaba, levantaba, golpeaba, hasta que por fin llegó al último fragmento de piel, en sus tobillos. Y le amputó los pies y las manos. Y le sacó las entrañas. Y su madre lo asó a fuego lento. 
Su padre esperaba. Su madre cocinaba. Sus hermanos ayudaron a poner la mesa bajo el roble gigantesco. Sus hermanas limpiaron la casa, esmerándose. Se vistieron con sus mejores galas. A la hora del almuerzo, se colocaron en fila y esperaron. La madre se preguntó dónde se habría metido nuestro héroe. Sus hermanos que probablemente soñando despierto, como siempre. Aquel crío escurridizo se había vuelto a librar de sus tareas. La familia esperó, esperó y esperó. Por fin llegó el alcalde y anunció que el bey había decidido no venir al pueblo. 
El cordero estaba dispuesto en el centro de la mesa. Toda la familia salivaba. 
- Hoy te has superado a ti misma -dijo el padre a la madre. 
- Este cordero tenía una carne particularmente suculenta -dijo la madre. 
Y el niño notó cómo su padre lo cortaba. 
- Id pasando los platos, niños -dijo la madre-. Hoy comeremos bien para variar. 
Y el niño sintió cómo sus hermanos le mordían la carne. Cómo sus hermanas masticaban jugosos trozos de él. 
- Sabe tan bien -dijeron sus hermanos. 
- La mejor comida de nuestras vidas -dijeron sus hermanas. 
Y la madre le extrajo el estómago. Sus hermanos y hermanas se pelearon por sus intestinos. 
- Toma esto, querida -dijo el padre-. Sé que te encanta. 
- Y tú esto querido -repuso lo madre-. Sé que te encanta. 
- Soy muy feliz -dijo el padre. 
- Soy muy feliz -convino la madre. 
Y el niño sintió cómo su madre le mordía los testículos. 
Y el niño sintió cómo su padre se tragaba un pedazo de su corazón. 
Y el niño fue feliz. 


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