Tras la Segunda Guerra Mundial, durante los años dorados de Hollywood, la ciudad californiana sufrió una de sus mayores tragedias: el misterioso y brutal asesinato de Elizabeth Short. Más de sesenta años después, su asesinato sigue impune…
Los Angeles, California. 15 de enero de 1947. El cielo de Los Angeles (EEUU) estaba encapotado. Era una mañana triste, gélida y lluviosa. Un ama de casa llamada Betty Bersinger salió de su casa situada en Norton Avenue con su hija de tres años hacia una tienda de reparación de calzado. Mientras transitaban por un solar abandonado cubierto de hierbajos y barro, en el distrito de Crenshaw, un objeto blanquecino llamó la atención de la pequeña: “¡Mira mami! La niña señalaba lo que parecía ser un maniquí de gran tamaño partido en dos. A Betty no le extrañó demasiado, pues muchas tiendas de ropa de la zona habían sido cerradas o abandonadas al no regresar sus dueños de la guerra, y era habitual encontrar maniquíes polvorientos, telas rotas u otros desechos en los alrededores. Sin embargo, una vez que madre e hija se acercaron más al extravagante “maniquí” partido en dos, el rostro de Betty se tornó blanco y el corazón le dio el mayor vuelco de su vida. Dio un alarido que pudo escucharse varias calles a la redonda. La visión era atroz. Tapó los ojos de su pequeña y huyó del lugar de pesadilla…
El pálido maniquí no era tal; se trataba del cuerpo seccionado por la mitad de una joven, las piernas por un lado, extendidas en una grotesca posición obscena y el tronco, junto a la cabeza y los brazos arqueados rodeando los hombros, muy cerca. Su rostro estaba machacado, casi irreconocible; al parecer lo habían golpeado con un bate de béisbol. Habían cortado las comisuras de sus labios con un cuchillo, lo que le daba un grotesco aspecto de payaso loco. Sus pechos habían sido lacerados y mostraban múltiples quemaduras de cigarrillos. Había mutilaciones por todo el cuerpo, escarificaciones, hematomas… Pero eso no era lo peor. Según pudieron comprobar los primeros agentes que llegaron al lugar del crimen, Frank Perkins y Will Fitzgerald, el cuerpo había sido desangrado hasta la última gota y eviscerado, después de ser seccionado por la mitad con una precisión quirúrgica a la altura de la cintura. Mostraba señales dejadas de forma inequívoca por cuerdas, lo que llevó a los detectives a deducir que la víctima había sido atada y torturada durante un espacio de varios días. Más tarde la autopsia reveló que la desconocida joven había sido brutalmente torturada durante unas 72 horas estando consciente. El cadáver de la joven había sido bañado y su cabello teñido después de muerta, de color rojizo, probablemente con brea. El asesino le había hecho además la manicura, como si pretendiera que su víctima permaneciese bella en el más allá. En el muslo izquierdo hallaron una pequeña mutilación en forma triangular que resultó ser el lugar donde Short tenía tatuada una pequeña flor. Durante la autopsia se descubrió que el pequeño trozo de carne había sido introducido en su vagina. Demasiado enfermizo y retorcido, pero tristemente real.
La autopsia determinó que “había muerto debido a una hemorragia producida por un fuerte golpe que le causó un severo traumatismo cerebral y por las laceraciones del rostro”. Había sido además sodomizada y sometida a todo tipo de abusos sexuales, aunque sin penetración y en su estómago se encontraron excrementos humanos. A pesar de los muchos años que llevaban ocupándose de diferentes asesinatos ni el forense ni los oficiales se habías enfrentado jamás a un caso de una brutalidad semejante. En busca de una identidad El lugar del macabro crimen pronto se llenó de periodistas y agentes de la ley.
La publicación de las fotos, a pesar de que fueron tomadas muchísimas imágenes por los reporteros, fue prohibida, debido a su brutalidad. La prioridad de los detectives asignados al caso, Harry Hansen y Finis Brown, fue desvelar la identidad de la víctima. En primer lugar, el FBI probó con las citadas huellas dactilares enviadas desde California, cruzando los dedos para que la víctima estuviera fichada. Los técnicos de dactiloscopia contrastaron las mismas con un archivo formado por 104 millones de huellas. Y… bingo.
La víctima respondía al nombre de Elizabeth Short, de 22 años de edad, cabello oscuro, ojos azules y considerable estatura. Sus huellas habían sido tomadas en dos ocasiones: cuando trabajaba en la cantina del cuartel de Camp Cook, durante los años de la Segunda Guerra Mundial y tras ser fichada por la policía por encontrarse ebria siendo menor de edad.
Debido a la estrecha relación de los agentes de la ley con la prensa en la América de los años 40, muy pocas horas después hubo una filtración, lo que provocó que algunos reporteros de Los Angeles Examiner usaran una treta poco ética, más bien bochornosa, para conseguir información sobre la misteriosa Short: telefonearon al domicilio de su madre, Phoebe Short, residente en Cambridge, Massachusetts, y le dijeron que su hija –entonces el FBI todavía no le había informado sobre el crimen– había ganado un concurso de belleza. Así obtuvieron numerosos datos sobre su vida, antes de comunicarle, en la misma conversación, que Elizabeth había sido brutalmente asesinada. Ética periodística…
Pronto los periódicos comenzaron a publicar informaciones sensacionalistas sobre el pasado de la víctima, mancillando su nombre y publicando los titulares más bochornosos sobre una joven que había dejado este mundo de forma tan escabrosa. Los periodistas pronto la tildaron de “borracha”, “prostituta”, “lesbiana”… La verdad es que la existencia de la joven Short, Betty para los amigos, no había sido precisamente un camino de rosas. Nacida en el seno de una familia acomodada, en Hyde Park –Massachusetts– el 29 de julio de 1924, su padre, Cleo Short, intentó suicidarse cuando su negocio se fue a la quiebra tras el Crack del 29, que dinamitó la economía de los estadounidenses. Tras el frustrado intento de quitarse de en medio, el cabeza de familia abandonó el hogar y Phoebe Short se quedó al cuidado de Elizabeth y sus otras cuatro hijas. Durante su juventud Bettie asistía asiduamente con su hermana más pequeña, a ver los grandes estrenos del Hollywood de los años 30. Admiraba los musicales de Fred Astaire y Ginger Rogers.
Fue entonces cuando comenzó a soñar en convertirse en una estrella de Hollywood. Tras unos años en los que convivió con su padre, con el que entabló de nuevo una difícil relación –ambos parecían extraños en la misma casa–, Elizabeth aceptó el trabajo en Camp Cooke. Fue entonces cuando comenzó su interminable historia de galanteos y eróticas relaciones con diferentes hombres. Muchos de los soldados tuvieron affairs con ella y la convencieron de que tenía la belleza y el porte necesarios para convertirse en una estrella de Hollywood. Y eso intentó al menos. Viajó a Los Angeles en busca del sueño de tantos y tantos jóvenes por escapar de la marginalidad y hallar un hueco en la multimillonaria industria del cine.
Pero Short no tuvo suerte. Comenzó a relacionarse con gente peligrosa, con aquél submundo de Tinseltown –como se conoce popularmente a Hollywood– rodeado de alcohol, drogas, prostitución y mafias al que tan dado eran los actores hollywoodienses y que inspiró mil y una historia de cine negro surgidas de la imaginación de personajes como Raymond Chandler. Pero la ficción no estaba tan alejada de la realidad y los crímenes, el sexo y el chantaje campaban a sus anchas a espaldas del glamour y la ostentación de la que hacían gala las fiestas de los grandes magnates.
Elizabeth entró en un círculo vicioso que acabó arrastrándola el cine erótico de serie B y rodeándola de malas compañías. Comenzó a hacer de acompañante de personajes relevantes, lo que pronto hizo que surgiera el rumor, probablemente real, de que ejercía la prostitución. Debido a que prácticamente siempre vestía de negro, a su oscuro cabello y a sus ojos color azabache, fue bautizada por la prensa, tras su asesinato, como la Dalia Negra, quizá emulando el título de una película perteneciente al género Noir y estrenada por aquél entonces: La Dalia Azul, protagonizada por Alan Ladd y Veronica Lake y con guión del anteriormente citado Raymond Chandler.
Los periodistas ya tenían lo más importante, un nombre con gancho para el caso más polémico de la historia de Tinseltown, y entonces comenzó el bombardeo de noticias sobre sus devaneos amorosos, sus vicios y su inestabilidad emocional. Nadie la dejaba descansar tranquila.
Pero al margen de su azarosa existencia, Elizabeth se movía en un entorno al que muchas jóvenes acudían decepcionadas ante su falta de expectativas. Sin embargo, ninguna de ellas aparecía muerta… ¿Quién había asesinado entonces a Short? ¿Cuál era el móvil del crimen…?
Mientras The Washington Post publicaba titulares tan sensacionalistas como el siguiente: “La policía busca a un loco pervertido por la muerte de una chica”, el departamento policial de Los Angeles –LAPD– desplegaba el mayor dispositivo de búsqueda de la historia de la ciudad californiana.
Doscientos cincuenta oficiales realizaron entrevistas puerta a puerta en los alrededores del solar donde fue hallado el cadáver, pero se encontraron con un callejón sin salida. Múltiples pistas falsas, confesiones confusas y llamadas de desconocidos convirtieron el ritmo de trabajo de la comisaría de Los Angeles en frenético, pero sin llegar a ningún resultado efectivo.
En más de una ocasión los detectives creían estar tras la pista correcta, muy cerca del asesino, pero el tiempo pasaba y el horrendo crimen seguía impune. Betty Bersinger, la mujer que encontró el cadáver, dijo haber visto pasar poco después el faro de un coche que había acelerado al oír su grito, aunque no recordaba ningún detalle del automóvil, por lo que su declaración sirvió de muy poco a los detectives. La última persona en ver a Short con vida, aparte de su asesino, había sido el portero del hotel Biltmore, la noche del 10 de enero de 1947, a las diez en punto, cuando la vio alejarse por Oliver Street, vestida como lo hacía habitualmente, con un sweater y pantalones negros.
Al parecer el último que pasó un tiempo con ella fue un comerciante de 25 años llamado Robert “Red” Manley, que la recogió en San Diego y finalmente la dejó en el lobby del citado hotel Biltmore. Tras las correspondientes pesquisas, Manley fue interrogado durante horas por los detectives y sometido al polígrafo, prueba que pasó con éxito. Años después, en 1954, los agentes le inyectaron pentotal sódico, conocido popularmente como “droga de la verdad”, pero de nuevo fue absuelto de todo tipo de cargos, muriendo en 1986 rodeado todavía de la desconfianza de muchos. Manley fue durante un tiempo el principal sospechoso, pero no el único, y muchas personas afirmaron haber sido las autoras del mismo o que conocían personalmente al asesino.
Todas las pistas resultaron ser falsas. Pocos días después de hallado el cadáver, dos oficiales de policía que discutieron sobre el caso en un restaurante fueron señalados como sospechosos por uno de los camareros del lugar; un astrólogo preguntó la hora y fecha exactas del nacimiento de Elizabeth en comisaría y prometió proporcionar el nombre del asesino en pocos días… cosa que nunca hizo. Asimismo, otra persona pidió que tomasen imágenes del globo ocular derecho de la víctima, pues éste podría haber “fotografiado” al asesino, según una creencia muy extendida entonces entre los círculos supercheriles según la cual el ojo registraba la última imagen con la que había entrado en contacto, a modo de una cámara fotográfica.
Anécdotas aparte, la policía angelina realizó uno de sus mayores despliegues hasta la fecha para detener al asesino. Cientos de personas fueron consideradas sospechosas y cientos interrogadas por los agentes. Alrededor de 60 hombres y otras tantas mujeres confesaron ser los autores del crimen, quizá ávidos por obtener fama y gloria, aunque todos ellos se contradecían a la hora de declarar, demostrando que los datos que aportaban los habían leído en los periódicos. Junto a “Red” Manley, otro de los sospechosos con más posibilidades a ojos de los detectives de ser el asesino respondía al nombre de Jack Anderson Wilson, alias Arnold Wilson, un ex convicto y alcohólico que al parecer mantuvo una relación sentimental con la víctima.
Wilson fue entrevistado por el autor John Gilmore mientras éste recopilaba información para un libro sobre el caso titulado Severed: The truth story of the Black Dahlia Murder. El ex convicto al parecer estaba relacionado con otros asesinatos, como el de Georgette Bauerdorf, una acaudalado vividor que al parecer conoció a la Dalia Negra en la famosa Hollywood Canteen, sin embargo, nunca se pudo demostrar su implicación en ambos crímenes, ya que Anderson Wilson murió en circunstancias extrañas antes de ser formalmente acusado de algún cargo. Al igual que en el clásico caso de Jack el Destripador, la precisión quirúrgica con la que el asesino había seccionado el cuerpo de Beth hizo pensar a las autoridades que se trataba de un médico con años de experiencia. Según declaró el detective Harry Hansen, uno de los investigadores asignados originalmente al caso, ante el Gran Jurado del distrito de Los Angeles, estaba convencido de que el depravado asesino se trataba de un “excelente cirujano”.
La falta de pruebas, sin embargo, hizo imposible acusar del crimen a ninguno de los sospechosos. En 1996, Larry Harnisch, un editor y escritor de Los Angeles Timesplanteó la posibilidad de que el asesino de Short fuera el cirujano Walter Alonzo Bayley, que vivía cuando sucedieron los hechos cerca del lugar donde fue hallado el cadáver y que murió en enero de 1948 de una enfermedad mental degenerativa. Al parecer su hija había sido amiga de una de las hermanas de Elizabeth, Virginia Short, sin embargo, nunca se le pudo acusar formalmente; sin duda su imposibilidad de declarar fue una de las razones por las que fue descartado como culpable.
El caso, por tanto, sigue sin resolverse, ya hace décadas que se convirtió en la cuenta pendiente de varias generaciones de policías que, ante la aparición de nuevas pruebas, siempre pretenden reabrir el mismo. La lista de sospechosos fue tan larga como infructuosa, y en ella se incluyeron también los nombres de personajes de mayor relevancia que los citados, como el célebre Orson Welles o el gángster Bugsy Siegel, creador de Las Vegas e implicado en múltiples asesinatos a lo largo de su vida. Sin embargo, muchos de estos supuestos “sospechosos” no eran sino los protagonistas de delirantes hipótesis de periodistas y escritores varios.
Se llegó incluso a afirmar que su asesinato podría haber sido consecuencia del rodaje de una “Snuff movie”, aunque hoy día esta hipótesis es considerada poco probable. El mayor misterio en torno al asesinato de la Dalia Negra tuvo lugar cuando nueve días después del atroz suceso, alguien –probablemente el asesino–, envió a la redacción de Los Angeles Examiner un paquete impregnado con gasolina probablemente para evitar que hallaran sus huellas en el envoltorio. En su interior se encontraban algunos objetos personales de la víctima: fotografías, su certificado de nacimiento, su tarjeta de la seguridad social y su obituario. Además, alguien que decía ser el asesino utilizó letras recortadas de los periódicos que hablaban del caso para enviarle mensajes a la policía en los que afirmaba que volvería a matar.
Pero ni siquiera este desafío del asesino sirvió a uno de los departamentos de policía por aquel entonces más adelantados y modernizados del mundo para dar con el culpable. Hoy su caso permanece en la memoria colectiva de los estadounidenses, junto a otros tan célebres como el de la Familia Manson o el del Carnicero de Milkwaukee, aunque sin resolverse…
Nadie ha podido hacer justicia y devolver la integridad a una persona, la joven Elizabeth Short, que lejos de hallar en el país de las oportunidades una vía para alcanzar su sueño, encontró la muerte, tan terrible, en las calles de una ciudad de celuloide castigada por el crimen, el alcohol y la falta de expectativas de sus habitantes. No se encendieron los focos ni se levantó el telón para dar la bienvenida a Elizabeth. Su última y horripilante visión fue probablemente el resplandor de un cuchillo afilado…
Fuente: Óscar Herradón. Texto publicado en la revista ENIGMAS.
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